la rebelión consiste en mirar una rosa

hasta pulverizarse los ojos


Alejandra Pizarnik


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Nuestra Dita, por Elisa Lerner, Nuevo Mundo Israelita, Caracas 17 de octubre de 2014













La energía sin treguas para ella misma, el coraje inmenso que ha sido su destino en Dita estuvo presente desde siempre en la niña torrencial y, al unísono, de una generosidad precisa. Eran dos hermanas. El árbol del azar a veces despliega sus hojas con alguna benevolencia. De modo que el encuentro con Dita y su hermana Marianne, ligeramente mayor, tuvo lugar en la escuelita federal de la esquina de Cipreses. No importa si luego el albur no nos hubiera permitido seguir mayores estudios. En tan modesta escuelita recibimos buena formación para desentrañar algunos pliegues del mundo. A Dita y a Marianne desde el primer momento las vi como unas hermanas con sello propio. De alguna manera aún vagarosa sabía que dejarían honda huella en el corazón de mis días.

Con Marianne compartí los grados, los diversos salones donde nuestra infancia fue rodando. Era brillante, alta, muy alta y bellísima. Se le daba muy bien todo, la ardua matemática, los poemas que escribía. Dita era robusta, ágil y bien plantada. Inventaba bromas, rochelas, juegos. No sabía ella misma, en la edad de la inocencia, que sería su forma de inicio para un conocimiento de los  desdoblamientos del teatro. Pero apartaba las bromas, las rochelas, los juegos si tenía una compañerita llorosa al lado a la que podía prestar consuelo activo. En suma, Marianne era la intelectual. Pero en la traviesa y, a la vez, compasiva Dita asomaba una hacedora.

Una vez, en una matinée de la infancia, recuerdo haberme topado con Marianne y Dita mientras veíamos El ladrón de Bagdad en el viejo cine “Olimpia”, donde Sabú, un muchacho hindú, iba por los cielos en alfombra mágica cumpliendo sin más todos sus recados. Y, quizá, en otro cine de barrio, a rebotar, con nuestras respectivas familias embelesados todos con El gran vals. Pido de antemano perdón a los respetables rabinos de luengas barbas que nos alientan con sus rezos y sus cálidas tazas de té. Para nosotras, hijas de jóvenes parejas idish emigradas de Europa, Hollywood con sus grandes productores, directores y actores judíos no dejaba de ser como una sinagoga fantasiosa, divertida y por demás cosmopolita.

Dita, al igual que Marianne, se manejaba estupendamente bien en el mundo pragmático del día, el de los números y en el de la noche, el de las artes. Sin medias tintas en la vida, mientras estaba por graduarse de economista la recuerdo esposa jovencísima, casi adolescente, muy deportiva, caminando por la Ciudad Universitaria bajo un sol de justicia en uno de sus primeros embarazos. Hoy rodeada de su floreciente y triunfal familia ella me parece la alcaldesa más feliz de una ciudadanía entrañable.

Dita, la precoz hacedora, siguió construyéndose en las dos veredas que la han significado: el teatro y la devoción solidaria por la gente. Porque guardo el recuerdo de una mujer no judía a la que después de años de no verla la encontré, da pena decirlo, algo desmantelada, hecha casi una ruina. En medio de ese cuadro tan poco favorecedor los ojos le chispeaban de entusiasmo, de alegre agradecimiento cuando, casi de inmediato, hizo alusión a Dita, a lo buena compradora de sus cuadros que había sido. Al parecer esta inteligente y culta mujer, visitada por el desamparo como Blanche Du Bois, había devenido en pintora. El amable corazón de Dita tiene una vasta memoria para recordar y aliviar el dolor y la necesidad del otro que para ella son fraternos no solo en nuestra comunidad.


No puede hablarse de Dita sin mencionar uno de sus hijos más preciados, el grupo teatral “Prisma”, del cual fuera fundadora y principal animadora y que diera lustre a nuestro teatro por años. ¿Qué empujó a Dita a su pasión por el teatro? Quizá, lo mismo que a otros hombres y mujeres judíos del teatro. La necesidad de “entretenerse”, de ser otros mientras olvidan por algunas horas la amarga historia de la que provienen.

Solo puedo añadir que mi vida, quizá, hubiera sido otra, más pobre, de no haberme encontrado justo a tiempo en la felicidad de la infancia con Dita y su hermana Marianne. A Dita le debo, siempre le deberé, no escribir para ella unas páginas de estremecida belleza como las del reportaje de Ida Gramcko publicado en el “Papel Literario” que rescatara para mí siendo ella aún una niña en la tierna edad iluminada ya por esa gentileza de corazón que arroja lejos de sí todo mal sobre el mundo.





Caracas 17 de octubre de 2014